¡Ay, u-n-a… U-n-a… Cu-ca-ra-cha-aaa!, exclamó la señora del moño alto, con los ojos bien abiertos y cara de acabar de encontrarse a Norman Bates en la escena de la ducha de Psicosis. Tenía la boca tapada con las manos mientras abría la alacena de una cocina en donde había hallado una temible sorpresa. En el televisor de tubos o de tecnología análoga, al que había que darle golpecitos para que volviera a ser de colores, aparecía en primer plano un frasco de aerosol de Baygón y este blatodeo poco amado: un insecto que los expertos en apocalipsis vaticinan como el único capaz de sobrevivir cuando este mundo llegue a su fin. Maldita sea, parece dios.
Aunque el comercial quizá haya sido la cuota inicial de esa fobia que a mis cuarenta y tantos aún me agobia, sospecho que el día D fuese a mis seis años cumplidos, cuando una mañana sería el antes y después de ese miedo que aún me persigue, impidiéndome vivir en tierra caliente. Residía en una casa inmensa del barrio Rosales de Medellín, muy cerca del aeropuerto Olaya Herrera, donde era común el plan dominical de ver aterrizar y despegar aviones de Sam o Aces. Estando en el baño, fui sorprendida por un enorme insecto vino tinto que muy pronto se abalanzó sobre mí y me tumbó al piso; o mejor, me dejé caer de miedo. Mi hermana mayor se carcajeaba estruendosamente, mientras que a toda costa yo buscaba quitármelo de encima, aterrorizada y con el caudal del río Atrato en los ojos. ‒Me gusta exagerar‒
Pronto aprendí a detectar sus movimientos desordenados, a olerlas, a intuirlas, a percibir incluso la energía cuando había una cucaracha cerca. Entonces cerraba las ventanas para evitar las que tienen alas, y hasta reconocía una cucaracha embarazada, el movimiento torpe de sus antenas, los huevecillos que cualquiera podría confundir con una pastilla en cápsula… ¡Gas!
La cucaracha es la representación física de mis propias oscuridades, de aquello que no acepto ni dejo ser. Soy yo misma: alguien que de cuando en cuando huye de la luz y prefiere ocultarse antes que de la nada aparezca un zapato y, ¡crash!, decida aplastarme. Por lo que las preguntas son: ¿En serio tengo miedo de las cucarachas? ¿Huyo por temerles a ellas, o en realidad es a mí misma? ¿En qué momento decidí tenerme miedo?
Cada vez sueño más con cucarachas: me miran como con lupa, me huelen como intuyéndome… Hasta despierto a veces sobresaltada pensando en el fin del mundo que ya llegó y el anuncio de que colonizan la Tierra. Pero al abrir los ojos, frente al espejo me digo: “si no no las enfrentas, vendrán a tí multiplicadas o, peor, amplificadas. Y en un instante las imagino asomándose con sus gigantescas antenas e irrumpiendo en el cuarto. Deliro. Vuelvo a sentir terror y me doy cuenta de que el miedo siempre va a estar ahí, pero es mi decisión dejarme aplastar por él.
Por Tata K
Santiago Carvajal
6 Jul 2021Con tan solo leer el artículo es imposible no sentir asco y desesperación, y ni pensar que una cucaracha camine sobre uno. Ahora este frase: “los huevecillos que cualquiera podría confundir con una pastilla en cápsula… ¡Gas!” había olvidado por completo esa asquerosa parte reproductiva de la cucharacha. Sigo sin entender por qué las cucarachas existen.
Dios, el universo o lo que haya sido, se equivocó en crearlas, y se equivocaron doblemente al crearlas voladoras. TOTALMENTE INNECESARIO.
Alina Camacho Hauad
7 Jul 2021Jajajaja, indudablemente una fobia que nos acompañará hasta el final de los días.
Víctor @Solano
3 Jun 2021Creo que muchos nos identificamos con esas sensaciones hacia las cucarachas, que van desde el miedo, pasando por el fastidio y van hasta el asco. Me gustó mucho la narración no hay que yo pensaría que con decir «televisor de tubos» es suficiente 😉
Alina Camacho Hauad
3 Jun 2021Mil gracias Víctor, enriquecedor comentario